A precio de mercado… de Santa Anita
¿Por qué a los casi nueve millones de habitantes de Lima se les limita a tener un solo mercado mayorista de alimentos (el de Santa Anita)?
Según los defensores de la idea, la ventaja de concentrar el comercio de abastos en un único centro de acopio y venta está en que permite a la vez la formación de un único precio. Para quienes juzgamos lo contrario, la desventaja está en reprimir la libre iniciativa empresarial al evitar que proliferen otros mercados de ese nivel. Ciertamente una libre iniciativa que fácilmente se canalizará en beneficio de los compradores, sin alterar para nada la vida de la gente por la ausencia de ese “único precio”.
¿No es que la competencia, el libre cambio y el combate a los monopolios están constitucionalmente consagrados? Bueno, en el tema que nos atañe nada de ello aún entra a tallar. Todo indica que el viejo espíritu de la comuna medieval aún perdura, a pesar del tufo tecnocrático en aras de los mercados perfectos que exigen un “único precio”. Exactamente, una tecnocracia que suele ver con ojeriza todo aquello que anda fuera de sus cartesianos lineamientos.
Así pues, todo indica que para el municipio limeño el comercio mayorista ideal es aquel que sólo se da dentro del mercado de Santa Anita. Por ende, los precios que en ese ámbito se generan se entenderán como los propiamente de mercado. Claro, los propiamente del mercado de Santa Anita. Mientras tanto, todo lo que acontezca fuera de ese recinto (en el resto de la gran urbe limeña) será tenido como distorsionador. Ello a pesar de que para la concepción del acusado “precio distorsionador” sólo se haya hecho libre ejercicio de derechos.
Obviamente los que operan al margen del mercado de Santa Anita operan en el mercado. Eso es indiscutible. Como es indiscutible que los que abogan por concentrar la comercialización mayorista de alimentos en un solo centro responden a premisas que privilegian los diseños de los teóricos por sobre los derechos de las personas.
Si se entiende el mercado como un hecho dado, donde ya todo está racionalmente ordenado y dispuesto, en el que las personas actúan tal como lo preceptúan anticipadamente los planificadores (como el mercado de Santa Anita), se le estará negando a la gente tanto la posibilidad de emprender comercialmente como la de beneficiarse por ese emprendimiento. Por lo mismo, estaremos ante individuos incapaces de ejercer derechos por la sencilla razón de que por cuestiones “técnicas” algunos decidieron usar la legislación para alentar “precios del mercado de Santa Anita” al margen de los precios del resto de la megalópolis que es Lima.
Desde el imperio de la lógica matemática, es evidente que la información dispersa (que es la que nutre a los mercados) sólo podrá ser un bien público si es que está previamente esquematizada (como un todo predecible). Bajo ese parecer, ¿cómo concebir un bien público nacido del libre ejercicio de derechos? ¿Sólo se le tendrá como tal si es que ese bien público es recreado por un ente centralizador de información, previa supresión de libertades?
Si esas son las libertades que activan los emprendimientos, serán palmarios los prejuicios provocan su negación. Entre estos, el de descubrir nuevas formas de satisfacer las necesidades de los consumidores que ningún teórico está en condiciones de vislumbrar a priori.