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Lo políticamente real

Cuando el pensamiento ilustrado jugó a convertirse en el racional auscultador de “lo real”, el manual de instrucciones que ofreció fue tan variopinto como la propia pluralidad de los ansiosos en transformar lo que “veían”.

Paul Laurent

Publicado: 2014-04-03

En política “lo real” es lo que existe, empero el problema está en que esto último no se entiende por sí mismo. Lamentablemente, “lo real” no viene con su manual de instrucciones.

Desde ese punto de partida, un corpus de ideas que se apoye en “lo real” no dejará de exigir ser comprendida antes que exigirse a sí misma comprender lo que tiene por delante. En rigor agustiniano, es preferir la Ciudad de Dios antes que la ciudad de los hombres. Por lo mismo, ¿se pueden esperar soluciones a problemas terrenales de quienes poseen ideales que no son de este mundo?

Como acusa Sartori, ya en sí misma la palabra donde se acomoda el pensamiento no puede evitar convertirse en aquellas “anteojeras interpretativas” que lo condicionarán todo. En esa línea, ningún credo político que se sustente en un debe ser tiene el suficiente peso moral para catalogarse como legítimo intérprete de las demandas sociales. Y no lo tiene por la simple razón de que hacer que prime el debe ser al ser delata una negación de lo existente, un rechazo a lo dado.

Cuando el pensamiento ilustrado jugó a convertirse en el racional auscultador de “lo real”, el manual de instrucciones que ofreció fue tan variopinto como la propia pluralidad de los ansiosos en transformar lo que “veían”. Se pasó de los viejos manuales para príncipes del renacimiento a un mare magnun de utopías sociales que coincidían en que era menester contar con un príncipe ataviado de un enorme poder sanador.

Antes de que ese tipo de pareceres entrara en escena, la premisa era más sencilla: los gobiernos únicamente estaban para garantizar la vida y bienes de la gente. En concreto, salvaguardar el prosaico día a día del que más, con su respectiva cotidianidad de usos y modos de sociabilización. La tradición republicana que Roma forjó respondía a esa apuesta garantista de protección de derechos preexistentes, no a la protección de derechos quiméricos o expectaticios (perdón por el oximorón).

La impronta de ese legado trascenderá. En el siglo XII Juan de Salisbury no dudará en calificar de tirano a todo príncipe que desborde los objetivos para los cuáles fue ungido: salvaguardar a su pueblo. Entiéndase, un pueblo cierto, no hipotético. Para más señas, un escenario donde los príncipes eran elementos extraños (puntualmente marginales). Así es, en tiempos de Salisbury las verdaderas luminarias eran las pujantes ciudades-estado, con sus ciudadanos a cuestas. En términos teocráticos, bulliciosas civitas (repúblicas) sustentadas en el maldecido comercio. Por lo mismo, emporios babilónicos por exceso de realidades.

A mediados del siglo XVIII David Hume reparará en una novedad que traerá inhumanas consecuencias: el gobernar a través de preconcebidas “ideas filosóficas”. En directa relación a dicha novedad, las ciudades-estado bajomedievales hacía mucho que habían sido devoradas por los absolutistas y xenófobos estados-nación.

No se puede entender los totalitarismos del siglo XX sin el peligro advertido por Hume, connotado empirista. La negación del orden precedente y la obsesión por transformar la realidad fueron de la mano de un superlativo autoritarismo e irracionalidad que terminó caracterizando a aquella centuria.

A tenor de lo indicado, es evidente que frente a “la realidad” el imaginario tiene sus limitaciones. Por ende, recrear una conjunción entre uno y otro para justificar comportamientos que sobrealimenten al poder (y al discurso) político es falsear tanto el potencial del imaginario como la propia realidad que se invoca.


Escrito por

Paul Laurent

Ensayista. Autor de los libros \"Summa ácrata. Ensayo sobre la justicia y el individuo\" (2005), \"La política sobre el derecho\" (2005), \"Teología y política absolutista en la génesis del derecho moderno\" (2005) y \"El misterio de un liberal. El extraño sen


Publicado en

Odiseo en tierra

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