Trío maligno
Si Cotler excluye al golpista Velasco de ese club de bárbaros, ¿debemos de entender que para él la dictadura militar (realmente una dictadura) respetó la institucionalidad democrática que le reclama a Fujimori?
Según el Julio Cotler, Alan García, Abimael Guzmán y Alberto Fujimori conforman el trío del mal. Veinte años atrás, Carlos Boloña simplemente hablaba de un dúo de destructores: García y Guzmán.
Veamos, el primer gobierno de García (motivo de la acusación de Cotler y de Boloña) fue pródigo en el ahondamiento de la corrupción, de la crisis económica y del desgobierno. Esos “logros” del hasta entonces catalogado como el régimen más corrupto de la historia del Perú, marcaron a toda una generación. Y la marcaron tanto con relación a lo que García acometió irracionalmente por esos años como con relación al tipo de institucionalidad que el grueso de la “clase política” pretendía salvar: un estado sobredimensionado que imponía una economía no competitiva.
Cuando en 1990 las cifras arrojen una inflación acumulada de 7649%, con índices de descapitalización y aumento de pobreza nunca antes vistos, el terrorismo de la izquierda radical alcanzará su máximo apogeo. Ese fue el escenario elegido por Guzmán para dar rienda suelta a la tesis maoísta de la toma de la ciudad por el campo.
Con un amplio bagaje de matanzas, destrucción y crímenes a lo largo de la década del 80, Sendero Luminoso vociferaba que estaba más que listo para proceder a cercar Lima y capturarla. Obviamente era una fanfarronada de quienes procedían a radicalizar su política de derribo de torres de electricidad, explosión de coches-bomba y asesinatos selectivos en medio del caos político y económico imperante.
Las pérdidas humanas y materiales fueron cuantiosas. Se llegó a estimar que más de 22 mil personas murieron. Años después la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) elevaría esa cifra a casi 70 mil. En 1994 Boloña tasó que 22 mil millones de dólares fue lo que la subversión hizo perder al país. En 2003 la CVR dijo que fue de alrededor de 25 mil millones de dólares.
Cuando el tercero del trío de “destructores” se haga presente, mucho estaba más que destruido. Así es, la inicial labor de síndico de quiebras que le tocó ejercer a Alberto Fujimori no le daba mucho margen para proceder como un “político tradicional”. Ciertamente, hubiera sido letal para el país. Con un déficit fiscal inmenso, sin recaudación tributaria ni inversiones, escaso es lo que podía hacer. Paradójicamente, ello es lo que irresponsablemente acometerá cuando la economía se recupere.
Hasta 1990, la institucionalidad que había primado era la estatal. Desde 1968 (desde el golpe de Velasco), primaba el sueño social-progresista de erigir un estado del bienestar al margen de los elementos. Léase, al margen de las libertades civiles y económicas, tanto como al margen de la prudencia fiscal.
En ese sentido, el estado que Velasco fundó fue el que consagró la Constitución de 1979, la que a su vez alentó regímenes tan malos como los de los ochenta. Malos en la medida en que insistieron en empujar el sueño de un estado del bienestar que sólo es posible a partir de la descapitalización de la sociedad y de un sistema de gobierno altamente burocratizado, soporte ideal para el despilfarro y la corrupción.
Por lo dicho, si Fujimori es el tercer destructor, la pregunta es qué es lo que puntualmente destruyó que no estaba ya destruido. Si Cotler excluye al golpista Velasco de ese club de bárbaros, ¿debemos de entender que para él la dictadura militar (realmente una dictadura) respetó la institucionalidad democrática que le reclama a Fujimori?