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Alquileres

Un mercado olvidado

Desde los años 40 se irá progresivamente dejando de lado la libre contratación en materia de alquileres para dar paso a lo que con el tiempo será una frondosa y enrevesada legislación en la materia.

Paul Laurent

Publicado: 2014-04-16

A lo largo de la primera mitad del siglo XX, mucha gente optó por invertir en la construcción de viviendas para alquiler. Ciertamente, era una manera de agenciarse por propia cuenta una vejez respetable.

Bajo ese influjo, si hoy las edificaciones de gran envergadura rediseñan las ciudades peruanas, antaño ese mismo fenómeno fue más sencillo. Pero significativamente relevante. Si en el presente los centros comerciales y complejos habitacionales son hechura de importantes firmas empresariales, otrora esa apuesta transformadora la llevaron a cabo medianos y pequeños capitalistas.

Hasta los años cincuenta el grueso del dinero que se invierta en el rubro construcción saldrá de un universo de personas básicamente compuesto por pequeños comerciantes de artículos diversos tanto como por empleados púbicos y privados. Eran sus ahorros, los que utilizarán para replicar en sus entornos barriales lo que desde tiempo atrás potentadas familias locales acometían en sus extensas posesiones rurales: lotizarlas para urbanizarlas.

Junto a la gran obra pública y privada, estos “pequeños inversionistas” igualmente trataban de aprovechar lo mejor de un ambiente de negocios altamente propicio (con fácil acceso a créditos bancarios e hipotecas). Obviamente estaban ante una fiebre constructora que se amparaba en un soporte legal idóneo, donde la protección de la propiedad primaba. Para empezar, el contrato entre las partes era sagrado, tanto que la más de las veces bastaba contratar de palabra.

Tal es como las hoy venidas a menos pero aún numerosas fincas y solares se erigieron. Si advertimos que la urbe peruana de mediados del siglo XX comenzaba a sentir el peso de una mayor densidad demográfica producto de la migración rural, el valor social de esas edificaciones adquiere mayor relevancia.

Lamentablemente, esa dinámica inmobiliaria será castigada. Desde los años 40 se irá progresivamente dejando de lado la libre contratación en materia de alquileres para dar paso a lo que con el tiempo será una frondosa y enrevesada legislación en la materia. La ecuación sería tan simple como trágica: a mayor regulación de un derecho, menor derecho. Ahora, ¿cómo preverían su futuro los dueños de los predios regulados?

Paradójicamente, dicha normatividad nació para alentar un estado del bienestar que le garantizara a la mayoría de peruanos una existencia “decente”. Como resultado de esa salida política a un tema que el derecho privado y la pura economía venía resolviendo pacífica y eficientemente, el hasta entonces pujante mercado en materia de vivienda fue destruido. De la casa-habitación amplia se pasó al tugurio, hoy por hoy el único campo del derecho de propiedad donde la oferta y la demanda y el acuerdo entre las partes no entran a tallar.

Actualmente se estima que dos tercios de las viviendas en el Cercado de Lima, La Victoria, El Rímac y Breña son tugurios. Es decir, son mercancías muertas por decisión política. Perfecto corolario de lo que acontece cuando una apuesta empresarial que abarcaba provechosamente a amplios sectores sociales es obstruida.

Recientemente un estudio del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) arrojó el dato de que el Perú tiene una de las tasas más bajas en la región en materia de alquileres de vivienda. Una de cada diez familias renta su casa (un escaso 12%, cuando en Colombia es el 40%), siendo que en América Latina cada cinco hogares apelan al alquiler (unas 30 millones de familias). Por ello uno de los autores del estudio del BID nos habla de la posibilidad de “abrir una veta nueva, no explorada, en políticas de vivienda”.

Como hemos visto, aquella veta fue en su momento convenientemente explorada entre nosotros. Y sin necesidad de colisionar con el justo sueño de la casa propia. Al fin y al cabo, siempre van de la mano.

Salvo los tugurios, a inicios de la década del noventa el sector fue devuelto a la ley de la oferta y la demanda. Pero no del todo. En virtud de esa situación, hacer cumplir un contrato de alquiler ante los tribunales puede llegar a ser un verdadero vía crucis. Y todo porque quienes en su momento legislaron asumieron que el propietario era un ser abusivo y explotador, que se aprovechaba de las carencias de los “pobres inquilinos”. Incluso durante la dictadura de Velasco se prometió una “reforma urbana”, propiamente un sucedáneo de la “reforma agraria”.

En el presente, para todo aquel que quiera hacer valer un contrato por la vía judicial el tiempo de espera es de 426 días (según un informe comparativo de 189 países realizado por el Banco Mundial y la Corporación Internacional de Finanzas). Para un pequeño rentista (cuyo ingreso por alquileres no sobrepase aproximadamente los 19 mil soles al año), ese es el tiempo que padecerá para hacer valer sus derechos ante un juez de paz letrados. Empero, si la renta es superior al monto antes indicado, como mínimo el tiempo se duplicará al ser materia de un juez de la Corte Superior. Ello si no hay apelación, pues si la hay por lo menos no bajará de un año antes de que la Corte Suprema resuelva el asunto. En total, algo así como cinco años. Y todo ello porque la presunción de que el propietario del bien es un ser abusivo y explotador sigue prevaleciendo.

Mientras tanto, un inmenso mercado potencialmente idóneo para fructificar es legalmente impedido de dar lo mejor de sí.


Escrito por

Paul Laurent

Ensayista. Autor de los libros \"Summa ácrata. Ensayo sobre la justicia y el individuo\" (2005), \"La política sobre el derecho\" (2005), \"Teología y política absolutista en la génesis del derecho moderno\" (2005) y \"El misterio de un liberal. El extraño sen


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Odiseo en tierra

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